De manera usual y cansina, los actores públicos principales signan, con el inseparable cinismo, sus voluminosos pergaminos de ineptitud. Extienden, a cada paso, pruebas de sus negligencias, de sus caprichos, de sus ambiciones sin fondo, de sus pasionales monólogos inacabables. La credibilidad es un bien que los conductores de la vida democrática a la mexicana ya no conjugan en ninguno de sus tiempos y modalidades. La misma decencia se ha extraviado entre los vericuetos de inmensos intereses cruzados que intercambian, de manera cotidiana, los poderosos de esta atribulada nación.
El que el secretario particular del señor Calderón salga a la palestra para diluir un rumor, alegando fortalezas de su jefe, o para mostrar firmeza ante el desconcierto colectivo no provoca sino mayores incógnitas, rabias y dudas. Sólo una cosa va quedando al descubierto: la desbocada persecución de la riqueza, del control que propicie satisfacciones malsanas, del poder por el poder mismo. De repente, en esta trifulca canibalesca que devora al escenario público, una conductora de radio y televisión se mete, por su propia decisión y ética, bajo las patas desbocadas de los grandes traficantes de influencia y de los señores que se han posesionado, haiga sido como haiga sido, de las firmas y los botones del mando burocrático de gran nivel.
El desenlace no podía ser distinto ni las consecuencias apuntan hacia salidas de emergencia que restituyan dignidades agredidas. La cuerda se rompió por el lado débil de la pugna. La búsqueda de favores derivados desde lo alto es constante y voraz. El irresponsable mal uso de los escasos haberes y bienes de todos quedan enroscados y bien atados a los bolsillos y voluntades de unos cuantos privilegiados. Ante una concesión graciosa (2.5 MH) dada con anterioridad, pero que ahora vale miles de millones de pesos, poco importa la libertad de expresión, el compromiso con la tarea periodística, la sanidad democrática o el derecho ciudadano a la información. Lo que prevalece –ahora y hasta que esta vida decadente se renueve, se purifique y los poderosos sean sometidos a la ley– son los trafiques desmedidos de aquellos ambiciosos sin límite que ya han sido premiados en exceso y en directo perjuicio de los demás.
Las concesiones de la industria de telecomunicaciones son y serán tierra de disputa entre los grandes negociantes de dentro y fuera de México. Unas fueron simples regalos de magnánimos funcionarios que, sin duda y en la rebatiña, obtuvieron su tajada. Otras cambiaron varias veces de titulares hasta que se asentaron ahí donde las manos eran y son más insaciables, atrevidas y maniobreras. Pero todas derivaron de una visión patrimonial de la riqueza y de los bienes colectivos. Todas, casi sin excepción, han sido depositadas en las buchacas de los preferidos en turno. La razón, disfrazada como de Estado, ha terminado en simples negocios o con la intención de acrecentar influencias partidistas o de clan. Por esta vergonzosa palestra pasan nombres harto conocidos: los Salinas (con su amanuense Fernández de Cevallos), los Fox (con su prolongación sahagunesca y dispensadora del hacendario quinta columna Gil), los Zedillo y sus contrapartes: Hernández, Slim, Zambrano, Sada o Peraltas. Otros de reciente y triste prosapia, como los Calderón o Mouriño y sus referentes: Gordillo o Vargas, de MVS. Todos tasados por similares desviaciones éticas. Todos, sin excepción, moldeando, a su enrevesada manera, la moralidad colectiva.
En esta decadente situación no se entiende el porqué no suceden en México tragedias mayores a las que ya se observan en la emigración forzada y masiva o la violencia desatada por todos los confines de la patria. Por qué no hay una rebelión generalizada de los ciudadanos como la que ahora experimentan los países árabes que ponga cotos, que finiquite la contaminación que asfixia a los mexicanos, que tumbe al régimen completo de gobierno. Todo indica que aquí no son suficientes los levantamientos indígenas, las marchas multitudinarias tan cotidianas como justificadas, los pleitos intercomunitarios dirimidos a balazos, las inmensas zonas de marginación y pobreza, la abrumadora informalidad, la depredación notable del ambiente, el crimen incontrolado, el saqueo minero, el dispendio gubernamental o la impunidad a la vista de todos. No, al parecer, eso no es suficiente para desatar una ola gigantesca de ciudadanos que arrase con infractores políticos, traficantes, ladrones y usurpadores. Es preciso que haya, y tal parece que habrá ya pronto, una insurgencia masiva de electores que inaugure la difícil, tediosa, prolongada construcción de una nueva República. Ésa que ya se entrevé y se desea.
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