Las celebraciones del centenario de la Universidad Nacional constituyeron la única celebración digna de las efemérides patrias, por su sobriedad, introspección crítica y claridad de proyecto. Contrastaron con la mojiganga dispendiosa organizada por los poderes formales, carentes de legitimidad, de memoria y de consenso de los ciudadanos.
Sobresalió la presencia austera y convincente de la rectoría, encarnación de la trayectoria de una comunidad académica sin par, tanto como las aspiraciones colectivas que con lealtad ha servido. La palabra rector designa no sólo al “superior de una universidad”, sino también a “quien rige y gobierna una comunidad”. Es el caso.
La Constitución atribuye al Estado la “rectoría del desarrollo nacional” orientada al “crecimiento integral y sustentable, la justa distribución del ingreso y la riqueza, el fortalecimiento de la soberanía de la nación y de su régimen democrático, que permitan el ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales”. Todo aquello que el gobierno ha sepultado durante tres decenios.
Por ello la sensación de rescate político y moral que campeó en el acto solemne del Congreso. Recinto que el Ejecutivo sólo mancilló una vez entre empellones, amagos militares, complicidades oficialistas y traiciones mercenarias. Esta vez acogió la autoridad indiscutible de una institución prestigiosa, con la entrega espiritual de huérfanos republicanos y el fervor esperanzado de quienes ansían valores compartidos y asideros respetables.
Los mensajes fueron dispares en el elogio así como en el contenido. De los recuentos memoriosos y la retórica exaltada hasta las exigencias funcionalistas, sin faltar las cosechas oportunistas de signo partidario. Destaco los discursos contextuados, dialécticos y con prosapia universitaria de los oradores de la izquierda: Alejandro Encinas y Jaime Cárdenas Gracia.
El diputado del PRD subrayó, a más de su eminentes calidades académicas, la “esencia libérrima” de la Universidad y su brega “contra el autoritarismo, el presidencialismo y el partido hegemónico”. Rememoró el sacrifico de los estudiantes en 1968 y el castigo infringido a la educación por el neoliberalismo. Se sumó a la convocatoria del rector para construir un nuevo modelo de país y para refundar la República.
El legislador del PT trazó los rasgos de la crisis social y del “Estado fallido”. A contraluz, calificó el aniversario de nuestra casa de estudios como “celebración incluyente, horizontal y republicana”. Al lado de sus fortalezas enumeró su mayor debilidad: la marginación de los jóvenes sin acceso a las aulas. Invocó su misión de “formar ciudadanos libres, críticos y comprometidos” y demandó una “universidad radical que piense y coordine la transformación de la sociedad”.
Ambos coincidieron en que es deber inmediato del Congreso revertir las prioridades nacionales y proveer a la Universidad los recursos necesarios para su expansión. El doctor Narro abogó en ese sentido y recordó el propósito fundacional de la Universidad como “institución liberadora, capaz de dar al país emancipación mental y sustento para su progreso material”.
Citó las “responsabilidades esenciales” de la UNAM “en la custodia de la memoria histórica de México, el desarrollo democrático y la formación de liderazgos en todos los campos del saber y del quehacer humano”. Fue enfático en la condena de la desigualdad, la exclusión y la ignorancia, que impiden generar “el verdadero progreso”. Llamó a dar un “gran salto” hacia un México con equidad, solidaridad y justicia.
“Pensar en grande y para el largo plazo” fue su reclamo. Al escucharlo, vino a mi memoria el escrito que publiqué hace un año: “La Universidad al poder, donde propuse que el indispensable interinato de la Presidencia de la República recayera en el rector, “no sólo por ser la institución mejor librada de la debacle, sino por el conjunto de competencias que podría movilizar y su carácter de conciencia crítica de la nación”.
El aplauso unánime e irrevocable del Congreso parece hoy darme la razón. Es tiempo todavía de atajar el derrumbe, antes que nos aplaste con hórrido estruendo.
Sobresalió la presencia austera y convincente de la rectoría, encarnación de la trayectoria de una comunidad académica sin par, tanto como las aspiraciones colectivas que con lealtad ha servido. La palabra rector designa no sólo al “superior de una universidad”, sino también a “quien rige y gobierna una comunidad”. Es el caso.
La Constitución atribuye al Estado la “rectoría del desarrollo nacional” orientada al “crecimiento integral y sustentable, la justa distribución del ingreso y la riqueza, el fortalecimiento de la soberanía de la nación y de su régimen democrático, que permitan el ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales”. Todo aquello que el gobierno ha sepultado durante tres decenios.
Por ello la sensación de rescate político y moral que campeó en el acto solemne del Congreso. Recinto que el Ejecutivo sólo mancilló una vez entre empellones, amagos militares, complicidades oficialistas y traiciones mercenarias. Esta vez acogió la autoridad indiscutible de una institución prestigiosa, con la entrega espiritual de huérfanos republicanos y el fervor esperanzado de quienes ansían valores compartidos y asideros respetables.
Los mensajes fueron dispares en el elogio así como en el contenido. De los recuentos memoriosos y la retórica exaltada hasta las exigencias funcionalistas, sin faltar las cosechas oportunistas de signo partidario. Destaco los discursos contextuados, dialécticos y con prosapia universitaria de los oradores de la izquierda: Alejandro Encinas y Jaime Cárdenas Gracia.
El diputado del PRD subrayó, a más de su eminentes calidades académicas, la “esencia libérrima” de la Universidad y su brega “contra el autoritarismo, el presidencialismo y el partido hegemónico”. Rememoró el sacrifico de los estudiantes en 1968 y el castigo infringido a la educación por el neoliberalismo. Se sumó a la convocatoria del rector para construir un nuevo modelo de país y para refundar la República.
El legislador del PT trazó los rasgos de la crisis social y del “Estado fallido”. A contraluz, calificó el aniversario de nuestra casa de estudios como “celebración incluyente, horizontal y republicana”. Al lado de sus fortalezas enumeró su mayor debilidad: la marginación de los jóvenes sin acceso a las aulas. Invocó su misión de “formar ciudadanos libres, críticos y comprometidos” y demandó una “universidad radical que piense y coordine la transformación de la sociedad”.
Ambos coincidieron en que es deber inmediato del Congreso revertir las prioridades nacionales y proveer a la Universidad los recursos necesarios para su expansión. El doctor Narro abogó en ese sentido y recordó el propósito fundacional de la Universidad como “institución liberadora, capaz de dar al país emancipación mental y sustento para su progreso material”.
Citó las “responsabilidades esenciales” de la UNAM “en la custodia de la memoria histórica de México, el desarrollo democrático y la formación de liderazgos en todos los campos del saber y del quehacer humano”. Fue enfático en la condena de la desigualdad, la exclusión y la ignorancia, que impiden generar “el verdadero progreso”. Llamó a dar un “gran salto” hacia un México con equidad, solidaridad y justicia.
“Pensar en grande y para el largo plazo” fue su reclamo. Al escucharlo, vino a mi memoria el escrito que publiqué hace un año: “La Universidad al poder, donde propuse que el indispensable interinato de la Presidencia de la República recayera en el rector, “no sólo por ser la institución mejor librada de la debacle, sino por el conjunto de competencias que podría movilizar y su carácter de conciencia crítica de la nación”.
El aplauso unánime e irrevocable del Congreso parece hoy darme la razón. Es tiempo todavía de atajar el derrumbe, antes que nos aplaste con hórrido estruendo.
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