Union Sovietica.

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sábado, 14 de agosto de 2010

La Caja de Pandora.


Se ha iniciado en la Universidad Nacional un ciclo de análisis sobre los grandes problemas nacionales. Es una reflexión plural en torno a las causas y manifestaciones del proceso de degradación del país. Sus primeros frutos han sido brillantes por la calidad y claridad de los participantes y han generado virtual unanimidad en el sentido de que la profundidad de la crisis demanda soluciones más radicales a las que habíamos imaginado en coyunturas recientes.

El ejercicio está pensado como una contribución a las celebraciones centenarias y lo encabezamos explícitamente con el 2010. Su título es “Reforma del Estado y fortalecimiento de la Nación”, aunque aclaramos que no es el caso reeditar los esfuerzos frustrados para rehacer el andamiaje institucional que emprendimos en el 2000, el 2004 y el 2007. El nivel de deterioro y la cortedad de la clase dirigente obligan a una operación de mayor envergadura.


Responde al llamado que ha formulado reiteradamente el rector a “refundar la República”. Reconoce que el ciclo de la transición se ha agotado, con resultados catastróficos y que sus pactos sólo alcanzaron a la instauración de la pluralidad y al juego de la alternancia, para desembocar en una fase terminal y errática del ciclo neoliberal. Multiplicaron el abuso, diseminaron la corrupción y nos llevaron a la disolución de la moral pública que diluye el pasado y nos arrebata el futuro.


El doctor Narro sugirió en su mensaje inaugural “tal vez sea la hora de abrir la caja de Pandora, recordando que en el símbolo mitológico, al liberarse las plagas sociales quedaba en el fondo del recipiente la esperanza. “Quizá al hacerlo —añadió— podamos atrapar las calamidades que nos aquejan”. Tras de enlistarlas con crudeza invitó a “pensar en grande, como lo hicieron las generaciones que nos precedieron”, en condiciones inéditas para la historia del país y de la humanidad.


Sostuvimos que, habida cuenta de la extensión del desastre, el empeño ya no podría concentrarse en la reordenación de las instituciones, ni siquiera en la salvaguarda de los derechos ciudadanos, el despegue económico o un grado razonable de seguridad pública. Todos los problemas provienen de la misma fuente y exigen un cambio de paradigma fundado en la reubicación de México en el mundo y en una intensa movilización de la energía moral de la sociedad.


Ha llegado la hora de la regeneración, antes de que nos sepulte la violencia, lo que supone un esfuerzo integral por el rescate de la soberanía y la restauración de la ética política. La crisis afecta ya al Estado-nación, entendido como conjunción de gobierno, territorio y pueblo. Si bien la autoridad pública ha perdido legitimidad y eficiencia, también es cierto que se ha erosionado la jurisdicción sobre comarcas enteras del país y los flujos migratorios desangran a un tiempo que desdoblan la población y la nacionalidad.


El Estado, concebido como la autoridad pública, está nulificado por los poderes fácticos y capturado en todos sus órdenes por los intereses que debería regular. Por ello la imposibilidad de las fuerzas políticas para obtener acuerdos sustantivos sobre la agenda nacional que ha escapado de sus manos. El origen del despeñadero está fechado y tiene responsables específicos. Ocurrió hace 25 años, cuando —primero por falta de entereza y luego de legitimidad electoral— se pactó el traslado de las decisiones nacionales al extranjero, se articularon los grupos oligárquicos internos, se deprimió el nivel de vida de los mexicanos y se establecieron las complicidades del gobierno con el crimen —al decir del propio Miguel de la Madrid.


Resultaría irrisorio continuar pidiendo al olmo reformas de Estado, cuando sólo puede ofrecernos peras podridas. El debate es de fondo aunque parezca de método. El llamado “constituyente permanente” encarna dócilmente el amasijo hegemónico que necesitamos derrotar. Postular un congreso constituyente es en cambio devolver al pueblo el ejercicio de su soberanía conculcada.

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